
Planeta DeAgostini presenta la biblioteca más completa con las obras de la mejor autora del misterio. Una edición especial en un formato exclusivo. Escritora prolífica e infatigable, en sus más de cincuenta años dedicados a la escritura, creó algunos de los mejores relatos policiacos de todos los tiempos.
Con un talento narrativo inigualable, Agatha Christie es hoy una leyenda, con 4.000 millones de libros vendidos, obras traducidas a más de un centenar de idiomas y un sinfín de adaptaciones al cine, el teatro y la televisión.
La escritura de Agatha Christie es literalmente adictiva. Subyuga por la sagacidad de sus tramas y sus personajes psicológicamente complejos. Sus historias nos arrastran y nos retan a encontrar al asesino. No cesa de darnos pistas para resolver un caso, pero al final nos engaña. Nadie como ella estimula nuestras neuronas y nos hace disfrutar tanto de un asesinato.
La tranquilidad de un crucero por el Nilo se ve destrozada por el descubrimiento de que Linnet Ridgeway recibió un disparo en la cabeza. Era joven, elegante y hermosa, una chica que lo tenía todo, hasta que perdió la vida.
Hércules Poirot recuerda un estallido anterior de un compañero de viaje: "Me gustaría poner mi querida pistola en su cabeza y simplemente presionar el gatillo". Sin embargo, en este exótico escenario "nada es lo que parece"...
Asesinato en el Orient Express es sin duda una de las mayores novelas de misterio de Agatha Christie.
Justo después de la medianoche, un ventisquero detiene al Orient Express en seco. El lujoso tren está sorprendentemente lleno para la época del año, pero por la mañana tiene un pasajero menos. Un magnate estadounidense yace muerto en su compartimiento, apuñalado una docena de veces, su puerta cerrada por dentro. Aislado y con un asesino entre ellos, el detective Hércules Poirot debe identificar al asesino, en caso de que decida atacar de nuevo.
Mrs. Ferrars murió la noche del 16 al 17 de septiembre, un jueves. Me llamaron a las ocho de la mañana del viernes 17. Mi presencia no sirvió de nada. Hacía horas que había muerto.
Regresé a mi casa unos minutos después de las nueve. Entré y me entretuve adrede en el vestíbulo, colgando mi sombrero y el abrigo ligero que me había puesto como precaución por el fresco de las primeras horas de aquel día otoñal.
En honor a la verdad, diré que estaba muy inquieto y preocupado. No voy a pretender que preví entonces los acontecimientos de las semanas siguientes, pero mi instinto me avisaba de que se acercaban tiempos llenos de sobresaltos y sinsabores.
Todas las mañanas, menos la del domingo, entre las siete y media y ocho y media, Johnnie Butt hacía la ronda del pueblo de Chipping Cleghorn en bicicleta, silbando ruidosamente por entre los dientes.
En su asiento del vagón de primera clase para fumadores, el juez Wargrave, retirado hacía poco de los tribunales, mordisqueaba su cigarro mientras leía con interés la sección política de The Times.
Dejó el periódico y miró por la ventanilla. En ese momento el tren atravesaba el condado de Somerset. Consultó su reloj: todavía quedaban dos horas de viaje.
Recordó entonces los artículos publicados en la prensa sobre la isla del Negro. Versaban sobre un millonario norteamericano, loco por los yates, que había comprado esa pequeña isla frente a la costa de Devon y construido en ella una lujosa y moderna residencia. Por desgracia, la flamante tercera esposa del rico norteamericano no tenía aficiones marineras y, por ello, la isla, con su mansión, se había puesto a la venta. Se publicaron varios anuncios en los periódicos, y un buen día se supo que un tal Mr. Owen había adquirido la isla.
Éste es uno de mis libros favoritos. Lo maduré durante años, dándole vueltas, planteándolo y diciéndome: «Un día, cuando tenga tiempo y quiera pasármelo realmente bien, ¡lo empezaré!». Debo decir que, de mi producción, por cada cinco libros que son sólo trabajo, uno constituye un verdadero placer. La casa torcida fue uno de ellos. A menudo me gustaría saber si la gente que lee un libro percibe si escribirlo ha sido un trabajo duro o un placer. Son muchos los que me dicen: «¡Cuánto debe de disfrutar usted escribiendo esto y aquello!». Y se están refiriendo a un libro que se resiste con obstinación a salir como yo quisiera, cuyos personajes son difíciles, el argumento innecesariamente complicado y los diálogos afectados, o al menos eso es lo que pienso. Pero quizá el autor no sea el mejor juez de su propio trabajo. De todos modos, casi a todo el mundo le ha gustado La casa torcida, así que eso justifica mi creencia de que es una de mis mejores novelas.
Hércules Poirot miró con interés y aprobación a la joven que entraba en ese momento en la estancia. No había habido nada en su carta que la distinguiera de las demás. Se había limitado a solicitar una entrevista, sin ofrecer la menor idea siquiera de lo que se ocultaba tras su petición. Era breve y estaba desprovista de toda palabrería inútil, y únicamente la firmeza de su escritura indicaba que Carla Lemarchant era una mujer joven. Y ahora estaba allí, en persona. Una mujer alta, esbelta, de veintitantos años. Una de esas jóvenes a las que uno se ve obligado a mirar más de una vez. Vestía ropa de calidad: chaqueta y falda de corte impecable y lujosas pieles. Cabeza bien equilibrada sobre los hombros, frente cuadrada, nariz delicada, barbilla que expresaba determinación. Una muchacha pletórica de vida. Era su vitalidad, más que su belleza, lo que destacaba en ella.
Es difícil saber exactamente dónde empieza esta historia, pero he elegido cierto miércoles, a la hora de la comida, en la vicaría. La conversación, aunque no relacionada fundamentalmente con el asunto que nos ocupa, presentó uno o dos sugestivos incidentes que influyeron más tarde en los acontecimientos.
Acababa de trinchar unos pedazos de carne de buey, bastante dura por cierto, cuando al volver a sentarme observé, con un espíritu que mal cuadraba a mi hábito, que quien asesinara al coronel Protheroe prestaría un buen servicio a la humanidad.
En esta narración, me he apartado de mi costumbre habitual de narrar sólo aquellos acontecimientos y escenas en las que personalmente estuve presente. Por consiguiente, algunos capítulos están escritos en tercera persona.
Quiero asegurar a mis lectores que puedo dar fe de los sucesos relatados en esos capítulos. Si me he tomado la licencia poética de describir los pensamientos y sentimientos de algunas personas, se debe a que creo que he conseguido reflejarlos con una razonable precisión. Me permito añadir que en esto tengo el respaldo de mi buen amigo Hércules Poirot.
Hay clichés que, indefectiblemente, asociamos a cierto tipo de novelas: el barón calvo y perverso con los dramas, el cadáver en la biblioteca con las novelas de detectives... Durante años, me he planteado escribir lo que podríamos llamar una variación sobre alguno de estos tópicos. Sin embargo, me impuse ciertas condiciones: la biblioteca debía ser corriente; el cadáver, en cambio, debía aparecer como un elemento muy inverosímil y sensacional. Ésos fueron los términos en que me propuse crear mi historia, pero durante años permaneció aletargada, únicamente representada por las líneas que garabateaba en mi cuaderno de notas. Entonces, mientras me alojaba en un hotel de moda a orillas del mar, un día me fijé en una de las familias que estaban sentadas a una de las mesas del comedor: un anciano impedido en una silla de ruedas, rodeado por su familia, todos ellos pertenecientes a una generación más joven. Afortunadamente para mí, partieron al día siguiente, de modo que mi imaginación pudo trabajar sin condicionante alguno. Cuando la gente me pregunta: «¿Escribe sobre gente real en sus libros?», siempre respondo que me resulta imposible escribir sobre las personas que conozco, ni siquiera sobre personas con quienes sólo haya hablado ocasional- mente o de quienes haya oído hablar. Para mí, eso las elimina por completo. En cambio, puedo basarme en la imagen de una persona real y dotarla de rasgos y cualidades inventados. De este modo, un anciano incapacitado se convirtió en el eje de mi historia. El coronel Bantry y su esposa, viejos amigos de miss Marple, tenían la biblioteca adecuada. Y, como si de una receta de cocina se tratara, añádanse los siguientes ingredientes: un entrenador de tenis, una joven bailarina, una Chica Guía, una animadora... y sírvase à la miss Marple.
El revuelo que despertó el que en su momento fue conocido como «El caso de Styles» se ha calmado. Sin embargo, en vista de la resonancia mundial que tuvo, mi amigo Poirot y la propia familia me han pedido que escriba toda la historia. Confiamos en que así se acallen definitivamente los rumores sensacionalistas que aún perduran.
Por lo tanto, expondré brevemente las circunstancias que me llevaron a verme implicado en este asunto.
Me habían enviado a Inglaterra tras caer herido en el frente y, después de pasar unos meses recuperándome en una deprimente clínica, me concedieron un mes de permiso. No tenía parientes cercanos ni amigos, ni siquiera había decidido lo que haría, cuando me encontré con John Cavendish. Le había visto muy poco en los últimos años. En realidad, jamás le conocí a fondo. Me llevaba unos quince años, aunque no representaba los cuarenta y cinco que tenía. Sin embargo, durante la infancia, a menudo me alojé en Styles, la residencia de su madre, en Essex.
Iris Marle estaba pensando en su hermana Rosemary. Durante cerca de un año había intentado deliberadamente desterrar de sus pensamientos el recuerdo de Rosemary.
No había querido acordarse.
Era demasiado doloroso, ¡demasiado horrible! El semblante azul cianuro, los dedos convulsos, crispados... El contraste entre ésta y la bella y alegre Rosemary del día anterior... Bueno, alegre tal vez no. Había tenido un trancazo... Estaba deprimida, postrada. Todo eso había salido a relucir durante la investigación. La propia Iris había insistido al respecto. Eso explicaría que Rosemary se hubiese suicidado, ¿verdad?
Una vez terminada la investigación, Iris había intentado apartar el asunto de su mente con toda deliberación. ¿De qué servía acordarse? ¡A olvidarlo todo! A olvidar el horrible suceso.
Pero ahora se daba cuenta de que tenía que acordarse. Tenía que pensar retrospectivamente, recordar con mucho cuidado hasta el incidente que más ligero y exento de importancia pareciera...
Cuando el capitán Roger Angmering, en el año 1872, edificó una casa en aquella isla frente a la bahía de Leathercombe, esto se consideró el colmo de la excentricidad por su parte. A un hombre de buena familia, como lo era él, le correspondía a ser posible una mansión decorosa, levantada en medio de amplios prados, con algún riachuelo que susurrara.
Pero el capitán Roger Angmering tuvo sólo un gran amor: el mar. Por eso edificó su casa (una vivienda de paredes macizas y grandes ventanas) sobre aquel pequeño promontorio barrido por los vientos y frecuentado por las gaviotas.
El capitán no se casó; el mar fue su primera y última esposa, y a su muerte la casa y la isla pasaron a un primo lejano. El primo y sus descendientes se preocuparon muy poco del legado, y con el tiempo la propiedad y los terrenos mermaron, como también la fortuna de sus herederos.
–¿No comprendes que es necesario matarla?
La pregunta flotó en la quietud de la noche, dio la impresión de que permanecía un momento inerte en el aire y finalmente se alejó hacia el mar Muerto.
Hércules Poirot se quedó inmóvil, con las manos en el alféizar y el ceño fruncido. Al cabo, cerró la ventana, impidiendo el paso del molesto aire nocturno. Había sido educado en la convicción de que el aire exterior estaba muy bien fuera de las habitaciones y de que el aire nocturno era terriblemente nocivo para la salud.
Mientras corría las cortinas y se dirigía a la cama, sonrió burlonamente. «¿No comprendes que es necesario matarla?» Era curioso que un detective como él hubiera oído esas palabras en su primera noche en Jerusalén.
–En mi opinión no hay puerto de mar al sur de Inglaterra más atractivo que Saint Loo, y comprendo el entusiasmo de sus huéspedes estivales, que lo llaman la reina de las playas. Recuerda la Riviera por muchos conceptos. La costa de Cornualles rivaliza en belleza con la Costa Azul.
Así que hube expuesto ese pensamiento al amigo Hércules Poirot, me respondió:
—No es muy original su afirmación, mi querido amigo, pues la leímos anoche en el coche-restaurante, en la carta del menú.
—¿Y por eso no le parece tal vez justificada?
Hércules sonreía para sí mismo, absorto en sus propias reflexiones. Tuve que repetir la pregunta.
—Dispénseme, Hastings; estaba pensando en otra cosa, y precisamente en ese lugar del que usted hablaba.
El sol de septiembre caía de lleno en el aeródromo de Le Bourget mientras los pasajeros cruzaban el campo y subían al correo aéreo Prometheus, que había de salir enseguida para la ciudad de Croydon. Jane Grey fue de las primeras en entrar y ocupó el asiento número 16. Algunos pasajeros entraron por la puerta central y, pasando por delante de la angosta repostería y de los dos lavabos, fueron a ocupar la parte delantera del aparato. Casi todos estaban ya sentados, y en el interior había un ruido de conversaciones que dominaba una voz chillona y penetrante de mujer. Jane torció ligeramente los labios. Aquella voz le era conocida.
Los hechos cuya crónica se incluye en esta narración ocurrieron hace unos cuatro años. Determinadas circunstancias han hecho necesario, en mi opinión, que se hiciera público un relato íntegro de los mismos. Han corrido por ahí rumores absurdos y ridículos diciendo que se habían suprimido pruebas importantes para el caso y otras sandeces de este orden. Tales falsas interpretaciones han aparecido, principalmente, en la prensa americana.
Por razones obvias no era aconsejable que dicho relato saliera de la pluma de uno de los que componían aquella expedición arqueológica, ya que era natural suponer que tuviera ciertos prejuicios sobre la cuestión. En consecuencia, sugerí a la señorita Amy Leatheran que se encargara de aquel trabajo, pues era la persona, a mi juicio, más indicada para ello. Su categoría profesional era inmejorable; no se sentía ligada por ningún contacto previo con la expedición a Irak que organizó la Universidad de Pittstown y, además, era una testigo observadora e inteligente.
Mrs. McGillicuddy corría desalentada por el andén tras el mozo que le llevaba la maleta. Era baja y gruesa, y el mozo alto y de paso largo. McGillicuddy iba cargada con gran cantidad de paquetes, consecuencia de un día de compras en la proximidad de la Navidad. La carrera resultaba por lo tanto desigual, y el mozo dobló la esquina al final del andén cuando a Mrs. McGillicuddy le faltaba aún un trecho para alcanzarle en línea recta.
El andén número 1 no estaba en aquel momento excesivamente concurrido, pues acababa de salir un tren, pero en las otras plataformas de la estación se agitaba una muchedumbre en todas direcciones, subiendo y bajando entre aquel piso y el inferior, entrando y saliendo del despacho de los equipajes, de las salas de té, de las oficinas de información y el indicador de horarios, y pasando por las puertas de entrada y de salida que comunicaban la estación de Paddington con el mundo exterior.
Existe la idea, bastante generalizada, de que una novela policíaca tiene cierto parecido a una carrera de caballos, pues como ésta, toman la salida un determinado número de participantes, igual que hacen los caballos y sus jinetes. Pueden ustedes apostar por el que prefieran. Pero, de común acuerdo, el favorito suele ser precisamente el opuesto al que lo sería en dichas carreras. En otras palabras: es un personaje completamente extraño a la cuestión. Localicen a quien parezca haber tenido oportunidades de cometer el crimen y, en el noventa por ciento de los casos, habrán acertado.
Como no quiero que mis fieles lectores desechen este libro con disgusto, prefiero advertirles de antemano que la novela que van a leer no es de la clase a que antes me refiero. Solamente hay en ella cuatro «participantes», cada uno de los cuales, con arreglo a determinadas circunstancias, pudo haber cometido el asesinato. Esto elimina, por fuerza, el factor sorpresa. Sin embargo, puede existir, según creo, pues cada una de ellas ha delinquido ya y es capaz de realizar nuevos crímenes. Se trata de cuatro caracteres completamente diferentes. El motivo que los impulsa al asesinato es inherente a la forma de ser de cada uno de ellos y, en consecuencia, también lo es el método empleado. Por lo tanto, las deducciones que se hagan deben ser totalmente psicológicas; pero tal cosa no deja de ser interesante, pues una vez que todo está dicho y hecho, es la mente del criminal lo que reviste mayor importancia.
Siempre resulta agradable plantear un tema clásico y ver lo que puede hacerse con él. En esta ocasión, el tema de la pluma que destila veneno sigue las líneas generales de otros casos bien conocidos y comprobados de escritores de anónimos. ¿Hasta qué punto se parecen? ¿El motivo esencial es el mismo? ¿Qué posibilidades ofrece semejante argumento a una persona aficionada al crimen? El caso de los anónimos es mi contribución a la materia.
Mientras escribía el libro creé un personaje a quien he llegado a apreciar mucho y que se hizo singularmente real para mí. Si Megan entrase en mi cuarto mañana, la reconocería enseguida y estaría encantada de verla. Le estoy agradecida por haber cobrado vida en el texto. También quisiera encontrarme con la mujer del pastor, pero temo que jamás lo lograré.
Escribiendo este libro disfruté con fruición.
¿Ouién no ha sufrido alguna vez un repentino sobresalto al revivir una vieja experiencia o al sentir una antigua emoción?
«He hecho esto antes…»
¿Por qué esas palabras siempre nos conmueven tan profundamente?
Esa era la pregunta que me formulé mientras viajaba en el tren con la mirada puesta en el llano paisaje de Essex.
¿Cuántos años habían pasado desde que hice este mismo trayecto? ¡Había sentido entonces (menuda estupidez) que lo mejor de mi vida había terminado!
Herido en una guerra, que para mí siempre sería un trauma, una contienda barrida ahora por una segunda mucho más desesperada.
En 1916, el joven Arthur Hastings creía que ya era viejo y caduco. No me había dado cuenta de que, para mí, la vida solo estaba empezando.
Miss Jane Marple tenía la costumbre de leer por las tardes su segundo periódico. Cada mañana recibía en su casa dos periódicos. El primero lo leía mientras tomaba el primer té de la mañana, siempre, claro está, que se lo entregaran a tiempo. El chico que repartía los periódicos era bastante errático en la administración de su tiempo. También bastante frecuentemente se daba el caso de que se tratara de un repartidor nuevo o de algún otro chico que reemplazara temporalmente al primero. Todos parecían tener opiniones diferentes respecto a las rutas geográficas a seguir en el reparto. Quizá lo hacían para aliviar la monotonía, pero para aquellos clientes acostumbrados a leer el periódico a primera hora, para poder enterarse de las noticias más interesantes del día, antes de salir de sus casas para ir en busca del autobús, el tren o cualquier otro sistema de transporte moderno que los llevara a su trabajo, era un fastidio no tener el periódico a tiempo, pues las señoras maduras y ancianas que residían beatíficamente en St. Mary Mead eran todas partidarias de leer el periódico mientras desayunaban en la cama.
A mi juicio hay dos maneras de acercarse a este extraño asunto de Pale Horse. A pesar del dicho del Rey Blanco es difícil hacerlo con simplicidad. No cabe decir: «Comience usted por el principio, siga hacia el final y, después, deténgase ». Porque ¿dónde está el principio?
Para un historiador, esa es siempre la dificultad. ¿En qué momento de la historia se inicia una determinada parte de ella?
En este caso, podría comenzar en el instante en que el padre Gorman se prepara a abandonar su iglesia para atender a una mujer moribunda. O podría empezar antes de todo eso, cierta noche en Chelsea.
Tal vez, puesto que la mayor parte de la narración corre a mi cargo, sea allí donde deba empezar.
El viejo Lanscombe, con su andar vacilante, fue de una habitación a otra subiendo las persianas. De vez en cuando sus ojillos de reumático miraban a través de los cristales.
No tardarían en volver del funeral. Se apresuró en su quehacer; ¡había tantas ventanas!
Enderby Hall era un vasto edificio victoriano construido según el estilo gótico. Algunas paredes todavía seguían tapizadas de seda descolorida. En todas las habitaciones, las cortinas eran de rico brocado o terciopelo. En la sala verde, el viejo mayordomo contempló el retrato, colocado sobre la chimenea, de Cornelius Abernethie, quien hizo construir Enderby Hall. Cornelius Abernethie tenía una barba castaña que denotaba agresividad, y su mano reposaba sobre un globo terráqueo, no sabemos si por capricho suyo o como un símbolo escogido por el artista.
Anochecía cuando llegó al transbordador. Podría haber estado allí mucho antes. La verdad era que lo había retrasado todo lo posible.
Primero, el almuerzo con unos amigos en Redquay, la charla frívola, el intercambio de chismorreos sobre amistades comunes. Todo aquello significaba que, en su fuero interno, estaba esquivando lo que tenía que hacer. Sus amigos lo invitaron a tomar el té y él aceptó. Pero llegó un momento en que comprendió que no podía postergarlo más.
El coche de alquiler lo estaba esperando. Se despidió de sus amigos y el chófer condujo a lo largo de más de once kilómetros por la frecuentadísima carretera de la costa, y luego, tierra adentro, por el boscoso camino que acababa en el pequeño embarcadero de piedra sobre el río. Allí había una gran campana, y el chófer la hizo sonar con energía para llamar al transbordador, que estaba en la otra orilla.
Miss Jane Marple estaba sentada junto a la ventana que se abría al jardín, en otros tiempos un motivo de orgullo para su dueña. Ya no era así. Ahora miraba por la ventana y torcía el gesto. Desde hacía algún tiempo le habían prohibido la jardinería activa. Nada de agacharse, cavar o plantar; a lo sumo, podar un poco y sin pasarse. El viejo Laycock venía tres veces por semana y, sin duda, ponía su mejor empeño. Pero eso, que a la vista de los resultados no era mucho, sólo era «lo mejor» según su opinión, y no en la de su patrona. Miss Marple sabía exactamente qué quería que se hiciera y cuándo debía hacerse y, por consiguiente, le daba las debidas instrucciones. Entonces el viejo Laycock desplegaba su particular ingenio, que consistía en un asentimiento entusiasta y en seguir a lo suyo.
Gwenda Reed permanecía de pie, al borde del muelle, temblando de frío. Los muelles, los cobertizos de la aduana y todo lo que alcanzaba a ver de Inglaterra se balanceaban suavemente.
Fue en este momento cuando tomó la decisión, una decisión que tendría consecuencias extraordinarias: no iría a Londres en tren como había pla-neado.
Después de todo, ¿por qué tenía que hacerlo? Nadie la estaría esperando, Acababa de bajar de un barco al que las olas habían zarandeado a placer (había soportado tres días de mar gruesa mientras cruzaban la bahía hasta Plymouth) y lo último que deseaba ahora era subirse a un tren que seguramente se balancearía tanto como el barco. Iría a un hotel, a un edificio sólido y firme, con los cimientos bien hondos en la tierra, y se metería en una cómoda y sólida cama que no se balanceara ni crujiera. Dormiría a placer y, a la mañana siguiente…
Fíjese usted en todo cuanto se habla de Kenia —dijo el comandante Palgrave—. Gente que no conoce aquello en absoluto, haciendo toda clase de peregrinas afirmaciones. Mi caso es distinto. Pasé catorce años de mi vida allí. Los mejores de mi existencia, a decir verdad...
Miss Marple inclinó la cabeza.
Era éste un discreto gesto de cortesía. Mientras el comandante Palgrave seguía con la enumeración de sus recuerdos, nada interesantes, Miss Marple, tranquilamente, tornó a enfrascarse en sus pensamientos. Se trataba de algo rutinario, con lo cual estaba ya familiarizada. El paisaje de fondo variaba. En el pasado, el país favorito había sido la India. Los que hablaban eran, unas veces, comandantes y otras, coroneles o tenientes generales... Utilizaban una serie de palabras: Simia, porteadores, tigres, Chota Hazri, Tiffin, Khitmagars, etc.
Cierto viernes, a las seis y trece de la mañana, Lucy Angkatell abrió los párpados, contempló el nuevo día con unos ojos azules de sorprendente tamaño, se despabiló al instante como de costumbre y se dispuso a enfrentarse con los problemas que su mente, increíblemente activa, había evocado ya.
Sentía la urgente necesidad de conversar con alguien, y su elección recayó en Midge Hardcastle, una prima suya, muy joven, que había llegado a The Hollow la noche anterior.
Saltó, pues, de la cama, se echó una bata sobre los hombros, que los años no habían hecho desmerecer, y avanzó por el pasillo en dirección a la habitación de Midge.
Mujer de desconcertante rapidez de pensamiento, lady Angkatell, como era su invariable costumbre, dio principio a la conversación mentalmente, recurriendo a su fértil imaginación para suministrar las respuestas de Midge.
Tras alejarse unos pasos del espejo, Mistress Van Rydock exhaló un suspiro.
—Bueno, tendrá que ser este —murmuró—. ¿Te parece bien, Jane?
Miss Marple admiraba complaciente la creación de Lanvanelli.
—Es un vestido muy bonito —dijo.
—Sí, está bien —repuso Mistress Van Rydock, volviendo a suspirar—. Quítamelo, Stephanie.
La anciana doncella de cabellos grises y boca menuda deslizó cuidadosamente el vestido sobre los brazos y la cabeza de Mistress Van Rydock.
Esta se miró al espejo. Iba exquisitamente encorsetada, y sus piernas, todavía bien conservadas, lucían finas medias de nailon. Su rostro, bajo la capa de cosméticos y debido a los constantes masajes, parecía casi infantil visto desde una prudente distancia. Sus cabellos grises con reflejos azules estaban cuidadosamente peinados.
Nadina, la bailarina que había conquistado París, se meció al compás de los aplausos e hizo reverencias una y otra vez. Las negras y contraídas pupilas de sus ojos se contrajeron aún más. La línea recta escarlata que era su boca se curvó hacia arriba. El público entusiasmado golpeó el suelo para expresar su aprobación al caer el telón que ocultaba los rojos, azules y púrpuras del exótico decorado. La bailarina abandonó el escenario en un remolino de ropajes azules y anaranjados. Un caballero barbudo la recibió, con entusiasmo, entre sus brazos. Era el empresario.
—¡Magnífico, petite, magnífico! —exclamó—. ¡Esta noche se ha superado!
La besó galantemente en ambas mejillas, con naturalidad.
Madame Nadina aceptó el tributo con una serenidad fruto de la costumbre y pasó a su camerino, donde había ramilletes de flores apilados de cualquier manera y en todas partes, maravillosos vestidos de estilo futurista colgaban de las perchas y el aire estaba cargado del aroma de las flores y de perfumes y esencias. Jeanne, la doncella, ayudó a su señora, hablando sin cesar y colmándola de alabanzas.
En el fin está el principio… Ésa es una cita que he oído muchas veces. No suena mal, pero en realidad, ¿qué significa?
¿Hay siempre un instante determinado que se pueda señalar y decir: «Todo comenzó aquel día, a tal hora y en tal lugar, con aquel incidente?».
¿Comenzó mi historia cuando vi aquel cartel colgado en la pared del George & Dragon, el que anunciaba la subasta de la valiosa finca The Towers y daba detalles de los acres, las millas y las yardas, acompañados por un boceto de cómo había sido la mansión en su mejor época, hará de esto unos ochenta o cien años?
No estaba haciendo nada especial: sencillamente paseaba por la calle principal de Kingston Bishop, un lugar sin la menor importancia, pasando el rato. Vi el cartel. ¿Por qué? ¿Fue una sucia jugarreta del destino o la mano extendida de la buena fortuna? Se puede entender de cualquiera de las dos maneras.
Descubre al asesino...
Hércules Poirot es uno de los detectives privados más deslumbrantes del género policiaco. Fue creado por Agatha Christie para su primer relato y, pese a que la autora llegó a calificarle de “insufrible” y “egocéntrico”, fue el protagonista de su última novela. The New York Times se hizo eco de su muerte en un obituario.
Miss Jane Marple, la primera investigadora del género, es uno de los grandes personajes creados por Agatha Christie. Esta anciana solterona y solitaria, optimista e idealista, se hizo popular entre los lectores. Es la protagonista de 13 novelas y de varios relatos cortos.
... y sin embargo son novelas que han pasado a la historia porque contienen obras inigualables. Enigmas perfectamente urdidos: La Casa Torcida y Y no quedo ninguno.
Descubre otros perspicaces personajes que la gran dama del misterio creó para ayudarla a desenredar enigmas: Tommy y Tuppence Beresford, Parker Pyne, El Coronel Race.
AGATHA CHRISTIE, POIROT, MARPLE, MURDER ON THE ORIENT EXPRESS, DEATH ON THE NILE and the Agatha Christie signature are registered trademarks of Agatha Christie Limited. All rights reserved.
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